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Por Toni García Arias.
Durante el último mes, ha saltado de nuevo a los medios de comunicación el viejo debate sobre la evaluación de los profesores. Hace unas semanas, un conocido diario publicaba la noticia de que el gobierno quería rescatar la idea de establecer un modelo de evaluación para valorar a los docentes, provocando con ello infinidad de comentarios. Obviamente, el tema en cuestión es tremendamente complejo e imposible de tratar en un solo artículo, pero me gustaría realizar algunas breves matizaciones. La primera de ellas es que, cuando se habla de evaluar a docentes, casi siempre se habla en exclusividad de evaluar a los siempre masacrados maestros de Educación Primaria -evaluar sus conocimientos, su práctica, sus emociones, sus motivaciones e, incluso, su vocación- mientras que para el resto de las etapas obligatorias y postobligatorias parece que la profesionalidad y la vocación dan absolutamente igual. Pero, en fin, vayamos a lo realmente importante.
Por lo general, la inmensa mayoría de las profesiones no están sujetas a ninguna evaluación. En todo caso, algunas están sujetas a una formación que, en unos casos conduce a la mejora laboral y, en otros, también a la consecución de incentivos económicos. En este sentido, la profesión docente no debería ser diferente a la de un abogado, un juez, un panadero o un probador de toboganes acuáticos. Sin embargo, aceptemos que –aunque esto no se nota en la valoración social- hay que evaluar a los docentes porque su profesión es tremendamente importante para los políticos y para los ciudadanos. Pues bien, para realizar la evaluación de cualquier profesional, sea del campo que sea, deben existir dos requisitos mínimos:
Atender a estas dos condiciones mínimas en el ámbito educativo requeriría de un proceso tremendamente complejo difícil de llevar a cabo. No imposible, pero sí muy difícil. Por un lado, sería complicado seleccionar a los evaluadores, ya que deberían ser personas con la misma profesión, la misma experiencia y los mismos conocimientos. Por otro lado, supondría que el evaluador debería observar al evaluado en diferentes situaciones de enseñanza y durante un periodo considerable, lo cual supondría que un grupo numeroso de docentes dejarían de dar clase a sus alumnos para evaluar a sus compañeros.
En este punto, alguien podría pensar que la evaluación bien podrían realizarla agentes externos, sobre todo los padres y los alumnos. Este tipo de evaluaciones realizadas por padres y alumnos –importantes hasta cierto punto- no tienen a veces más valor que el emocional para el docente, ya que ni los padres ni los alumnos –por lo general- tienen los mismos conocimientos en didáctica, psicología, pedagogía, metodologías, gestión de grupo, etc., como para evaluar a un profesor. Por ejemplo, al final del vuelo, yo puedo evaluar si el aterrizaje de un piloto ha sido para mi gusto bueno o malo, pero mi evaluación no tiene el más mínimo valor ya que ni sé pilotar ni conozco las complejidades de las características particulares de ese aterrizaje en concreto. Por eso, en este tipo de evaluaciones realizadas por padres y alumnos no se valora tanto la profesionalidad del docente como su trato, cuando no su grado de permisividad (hay que tener en cuenta que algunos alumnos valoran con mejor nota a los profesores que más les permiten antes que a los más exigentes). Es verdad que este tipo de evaluaciones nos dan a los docentes algunas ideas interesantes así como valoraciones sobre determinados aspectos a mejorar o a mantener, pero no sirven propiamente para evaluar la profesionalidad.
Por otra parte, tampoco valdría como evaluación de un docente el resultado académico que obtienen sus alumnos en los boletines de notas, ya que eso depende de infinidad de factores –nivel de exigencia del profesor, nivel curricular inicial del alumnado, recursos disponibles, etc. Además, si fuese así, no habría nada más fácil que aprobar con sobresaliente a todos los alumnos para tener un diez como profesor, algo que también invalidaría cualquier tipo de evaluación en este sentido.
Como profesional, no tengo ni el más mínimo problema en que me evalúen. De hecho, a lo largo de mi trayectoria me han evaluado en infinidad de ocasiones, tanto en todos los procesos de oposición que he realizado, como en el proceso de prácticas como funcionario en prácticas, como en los dos procesos de selección de directores así como en las publicaciones, premios o menciones que otros me han valorado u otorgado. Como profesional, siempre he visto la evaluación como un proceso necesario en cualquier ámbito de la vida. Del mismo modo, también debo reconocer que es cierto que a lo largo de mis 28 años de profesión y de relación con las instituciones educativas he conocido a docentes y funcionarios que, a mi juicio, no deberían estar ni un segundo más en el mundo de la educación por el enorme daño que producen –algo que sucede en todas las profesiones-. Sin embargo, la evaluación de un trabajador –sin duda necesaria y aconsejable- debe realizarse con todas las garantías de objetividad e imparcialidad ya que –de lo contrario, y ya sabemos cómo somos en España para eso- podríamos incurrir en procesos injustos donde el amiguismo o el colegueo convirtiesen la evaluación en algo más perjudicial que beneficioso.
NOTA: las opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan la opinión de idDOCENTE. Si quieres colaborar con nosotros escribiendo un artículo de opinión, escríbenos a info@iddocente.com y te daremos todos los detalles.
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Totalmente de acuerdo con el artículo. Enhorabuena.