HABLEMOS DE TIEMPO E INFANCIA
- 01/02/2021
- Publicado por: Saray González
- Categoría: OPINIÓN
Por Saray González.
Los niños de hoy lo tienen todo. Todo lo que no necesitan, y apenas un poco de lo que sí. La facilidad de acceso a la información, la variedad de juegos y juguetes, o las comodidades de las nuevas tecnologías, crean una falsa sensación de riqueza educativa que, para nada, se corresponde con la realidad.
Muchas veces estos “lujos” llevan a los padres a pensar que sus hijos tienen todo lo que necesitan. Tablets que les ayudan a mejorar su inglés, construcciones que les convierten en diseñadores de robótica, e incluso películas infantiles que les explican cómo entender y gestionar sus emociones. Sin embargo, en todo este ir y venir, muchos olvidan que la educación no es tanto cuestión de lujo y privilegio, sino de esencialidad y cotidianidad compartida. Que el asunto aquí no está en la cantidad, sino en la calidad y cualidad de las experiencias que les brindamos los adultos.
El otro día, mientras conducía, escuché en la radio una frase del Papa Francisco que decía algo así como que hoy tenemos “niños huérfanos de padres vivos”. Parece una realidad dura pero, en cierto modo, es así. Sobra decir que no ocurre lo mismo en todas las familias, y que aquellas en que sí, no se hace con intencionalidad. Pero qué difícil saber hasta donde nuestros niños pueden estar sufriendo también esta orfandad de atención adulta.
Quien más y quien menos, todos hemos usado los móviles alguna vez para mantener a los pequeños entretenidos. Todos (incluso nuestros padres cuando nosotros éramos niños) hemos recurrido a algún juguete, una tarea o cualquier otro objeto que captara la atención del niño. Y en ese momento donde su atención estaba ocupada, nosotros volvíamos a nuestras tareas y obligaciones: a hacer la compra, a trabajar e incluso a descansar un ratito en el sofá de casa.
Y no estoy diciendo para nada que aquello sea un delito ni este mal por nuestra parte. Al contrario. Todos tenemos derecho a un respiro y a disponer de un tiempo propio y exclusivo para nosotros (“para poder cuidar, primero hay que cuidarse”, como diría Elisa Reyes). Lo que estoy intentando es hacerte pensar cuánto de ese tiempo que tienes dedicas de verdad a tus niños. Y cuando digo de verdad me refiero, como decíamos antes, a la calidad. Cuánto tiempo inviertes no solo en proponerle una actividad, sino en sentarte a su lado y quedarte con él. En guiarle y escuchar sus diálogos internos, en convertirte en su compañero de juego, y en demostrarle que estás ahí y que sus quehaceres son tan importantes como los tuyos. Porque realmente lo son, aunque a veces nos cueste verlo.
Muchas veces, los padres y madres se acercan a los maestros y les explican ilusionados lo contentos que están con ellos sus hijos: “no para de hablar de ti en casa”, “está obsesionado contigo”. Estas y otras frases las he escuchado yo misma en mi todavía corta experiencia como docente. En mi opinión, la razón de estas frases no dista mucho de lo que estamos hablando ahora. El niño no está contento con el maestro porque perciba la formación pedagógica y psicológica que tiene detrás. No. Al niño eso le viene a dar lo mismo. Lo que percibe el niño del maestro es su dedicación y su tiempo. El saber que mientras esté en el aula, toda su atención va a estar puesta en él y sus compañeros, y que su interés va a ser en todo momento su disfrute, bienestar y crecimiento.
Y aún así, desgraciadamente, a veces también fallamos. Cada vez sustituimos más la hora de la biblioteca por el visionado de audiocuentos de YouTube; el aprendizaje manipulativo de las matemáticas por Apps de sumas, restas y divisiones, o simplemente convertimos la hora del juego libre en el momento perfecto para aprovechar y actualizar algunos informes y programaciones que se nos exigen. Que las exigencias burocráticas también influyen, por mucho que algunos se nieguen a escucharlo.
Ahora bien, la solución no está en ser exigentes con nosotros mismos, no está en criminalizar las tecnologías y juguetes infantiles, ni muchos menos en situarnos en extremos. No es cuestión de dedicar plenamente toda nuestra atención al niño, ni de intentar sacar un tiempo que realmente no tenemos. Pero tampoco de pasar con el diez o quince minutos bajo el pretexto de que, como decíamos antes, va antes la calidad que la cantidad, y si el tiempo “ha sido aprovechado” puede ser más que suficiente.
De lo que se trata al final es de estar, pero estar de verdad, de vestir ese tiempo de ilusión y asombro. De pintarlo de afecto y cercanía, y envolverlo con todo aquello que al niño le invite a aprender. Se trata de escuchar, en el sentido más amplio de la palabra, y de saber qué es lo que en ese momento le mueve y satisface de verdad. De crear momentos en los que la prisa da paso a la calma y la paciencia, en los que el fallo no solo está permitido, sino que es premiado por conducirnos a aprender. De acompañar, esperar, guiar y crear experiencias compartidas cuyo valor afectivo es superior a todos los demás.
Decía Saint-Exupéry en El Principito “es el tiempo que has dedicado a tu rosa lo que a ha hecho tan especial”. Y con nuestros niños viene a pasar más o menos igual.
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Autor:Saray González
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