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Por Emilio Gómez-Caminero.
La pedagogía moderna parece beber principalmente de dos fuentes filosóficas: el optimismo antropológico de Rousseau, según el cual la educación debe consistir en permitir que el niño desarrolle sus capacidades de acuerdo con la naturaleza, y el relativismo posmoderno que ha impregnado la mayoría del pensamiento. Ambas posturas me parecen equivocadas, y la conjunción de ambas constituye una carga explosiva en los mismos cimientos de la educación occidental tal y como fue concebida desde los griegos.
Puesto que el objetivo de la educación, se nos dice, es favorecer el desarrollo natural de ciertas capacidades que tienden a manifestarse naturalmente en el niño (la moda ahora es llamarlas competencias), no debemos diseñar el proceso educativo en función de la estructura interna de ciertas disciplinas que consideramos esenciales, sino solo diseñar un entorno en que los alumnos puedan desarrollar estas competencias. El profesor no debe ser un transmisor de conocimiento, sino un mero facilitador. Después de todo, en los tiempos que corren en que todo está en internet, se nos insiste machaconamente, que el profesor crea saber más que los alumnos es mera petulancia. Si hacemos todo esto descubriremos asombrados —en mi caso, muy asombrado— que el niño alcanza estos conocimientos por sí mismos (Dios mío, qué torpes debieron ser los griegos para necesitar a Aristóteles y a Euclides).
Hasta aquí la parte heredada de Rousseau. Ahora entra en juego, para completar la faena, el relativismo contemporáneo: puesto que no hay una verdad objetiva, no hay razón alguna para preferir unos contenidos a otros. Los contenidos, se nos dice hasta la náusea, no son lo importante, lo verdaderamente importante son las competencias (o los objetivos, o lo que esté de moda en el momento). Los contenidos son solo un medio para conseguir que el niño desarrolle esas competencias, de modo que realmente son intercambiables. Si observamos, por ejemplo, que el niño no desarrolla adecuadamente la competencia matemática estudiando álgebra (en la jerga, esto quiere decir que no aprueba) probaremos a sustituir estos contenidos por otros más adecuados, por ejemplo aritmética. Si todavía no aprueba, podemos buscar otras vías para desarrollar esta competencia, por ejemplo, los sudokus; y así sucesivamente (en el fondo, ¿no estamos diciendo que el niño aprobará si se lo ponemos suficientemente fácil?).
Quiero insistir en el carácter relativista de esta concepción. Para un filósofo griego o para un científico ilustrado, por ejemplo, la explicación del mundo que ofrece la física, digamos, es esencialmente distinta de la que ofrecen los mitos, de modo que para ambos sería inconcebible un programa educativo sin el estudio de esta ciencia. Para el filósofo posmoderno, por el contrario, la idea de que la ciencia es esencialmente distinta del mito es en sí misma un mito, de manera que para ayudar al niño a desarrollar su curiosidad natural tan buena es la una como el otro.
Comencemos la discusión, siguiendo el método racional que estos autores denigran, concediendo lo que de válido pueda tener esta postura. Cuando yo enseño historia de la filosofía, por ejemplo, me interesa más que mis alumnos sean capaces de leer un texto de, digamos, Platón —y de comentarlo críticamente y obtener sus propias conclusiones— que el que sean capaces de repetir más o menos de carrerilla lo que han leído en un manual. Es decir, tienen razón: estamos educando competencias.
Pero claro que nadie ha discutido nunca esto, que educar es, entre otras cosas, desarrollar un conjunto de capacidades. Lo que discutimos es que sea solo esto, que los contenidos no sean más que un medio para desarrollar estas capacidades sin valor por sí mismos. Claro que podría desarrollar esas competencias que pretendo que mis alumnos alcancen leyendo a Aristóteles en lugar de Platón, pero no podría hacerlo estudiando textos de Hitler o del Corán. Podemos cambiar el análisis matemático por la estadística, o la astronomía por la termodinámica, pero no podemos suprimir las matemáticas o la física, está claro.
La razón es que sí que hay contenidos que son objetivamente importantes por sí mismos, y no como medio para otra cosa. Unos lo son independientemente del contexto cultural, como es el caso de la física, porque sí que tienen una validez objetiva que los hace distintos de otros tipos de discursos: nos informan de cómo es el mundo. Otros contenidos, como el conocimiento de la lengua inglesa, no son imprescindibles en todo contexto cultural, pero lo son en el nuestro, e implican el conocimiento objetivo de ciertas realidades, como las reglas de la gramática. Y por supuesto que no basta situar al joven en el entorno adecuado para que alcance estos conocimientos, necesita la firme y constante guía de un profesor que, por supuesto, sí que sabe más que sus alumnos.
El relativismo es una postura que se autorefuta y que resulta extremadamente peligrosa para cimentar sobre ella un sistema educativo. Es poner el zorro a vigilar a las gallinas. Si nos tomamos en serio nuestra educación, deberíamos vigilar en qué doctrinas filosóficas se basan nuestros pedagogos.
NOTA: las opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan la opinión de idDOCENTE. Si quieres colaborar con nosotros escribiendo un artículo de opinión, escríbenos a info@iddocente.com y te daremos todos los detalles.
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Bravo profesor