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Por Toni García Arias.
Cuando era pequeño, mi madre siempre tenía un cuchillo metido en el congelador. Cada vez que yo me daba un golpe en alguna de mis múltiples fechorías, mi madre me colocaba el hierro frío del cuchillo para que me bajaran mis chichones. Durante mi infancia, muchos fueron los incidentes sufridos que se marcaron en mi piel; cicatrices que no son más que las señales propias de una infancia exprimida al máximo. Durante el verano, las noches se hacían eternas jugando al escondite por el pueblo a oscuras, o cazando luciérnagas que soltábamos a la mañana siguiente, o inventando historias de terror absurdas, o jugando a la brisca, o simplemente escuchando las historias que contaban los mayores sentados a la mesa. Recuerdo con especial cariño las travesías con mi abuelo en el carro de vacas. Atravesábamos los campos sin prisa para recoger hierba para los animales. El tiempo parecía no existir en aquellas excursiones. Y, aunque era niño, también ayudaba como el que más a cortar madera con el hacha, a desgranar mazorcas o a recoger las patatas de la huerta durante todo un duro día de trabajo. Gracias a ello, aprendí desde pequeño la importancia de cooperar, sin necesidad de que me enseñaran en el colegio lo que era el aprendizaje cooperativo. Y gracias a ello, también, aprendí la importancia del sacrificio y del esfuerzo individual por el bien común y el valor del descanso tras una buena ducha frente a un tazón caliente de ColaCao y unas galletas María. Porque, en la vida, hay infinidad de aprendizajes que solo puede ofrecer el hecho de vivir.
Durante mi infancia, fui tremendamente feliz: las carreras con una bicicleta sin frenos, los cómics de Mortadelo y Filemón, los veranos en la playa, los partidos de fútbol en un campo con una inclinación enorme en el que era casi imposible jugar, las carreras de chapas, los cambios de cromos, las noches de feria, las meriendas con los primos, las tardes de lluvia frente a los Juegos Reunidos Geyper, las batallas de canicas, las noches de Reyes mirando por la ventana, los gatos callejeros que metía en casa uno tras otro sin que mi madre se diese cuenta… Todas aquellas experiencias no las cambiaría por nada, a pesar de todas las marcas que alberga mi cuerpo.
Si tengo que ser sincero, hoy miro a mis alumnos y siento una cierta tristeza. Posiblemente, no tenga razón de ser y sea solo una impresión personal mía. De alguna manera, creo que no están disfrutando de una infancia completa. No se trata de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, como puedan pensar algunos al leer este artículo, pero – en cuanto a la infancia-, tal vez sí más puro. Hoy en día, muchos niños viven su infancia a través de una pantalla. Los niños de los países llamados “desarrollados” llegan con sus llaves del colegio a una casa vacía. Comen en el comedor escolar y luego se pasan la tarde solos en sus casas o, en su defecto, de actividad extraescolar en actividad extraescolar hasta la extenuación. En su gran mayoría, apenas salen a la calle sin la presencia de adultos. No se escucha algarabía de niños en las calles. Apenas comparten tiempo con los abuelos o con los primos. Se quedan enganchados a una pantalla jugando a videojuegos, viendo contenidos propios de adultos a través de YouTube y escuchando canciones cuyo contenido sexualizado no es apropiado para su edad. Incluso muchos de los dibujos animados pasan de tratarlos como bebés a tratarlos como jóvenes. No hay término medio. De algún modo, hemos eliminado la infancia y la hemos convertido en una completa adolescencia a base de exponer a los niños a contenidos que no son para ellos, sino para adultos; contenidos a los que acceden libremente a través de un simple clic. Desde muy pequeños, los padres abusan de dejarles un teléfono móvil o una tableta sin ningún tipo de control para tenerlos entretenidos. Ya no se cantan en familia canciones infantiles en el coche. Los elefantes ya no se balancean sobre la tela de una araña. No hay ningún barquito chiquitito que no podía navegar. Ni siquiera hay un hermoso paisaje que observar con tranquilidad por las ventanillas. Todo transcurre a través de una fría pantalla.
Creo sinceramente que hemos creado un mundo y un estilo de vida donde no hay cabida para ser niño, donde no hay un espacio para poder vivir como un niño. Por eso, solo pueden vivir dentro de un teléfono móvil. Seguramente, estoy confundido y es solo mi impresión, pero cuando miro a mis alumnos, pienso en qué recuerdos de infancia les quedarán, en qué se contarán entre ellos cuando sean adultos más allá de sus experiencias en los videojuegos, en qué recordarán de sus abuelos y de sus padres, en qué recordarán de sus noches de verano y sus tardes de invierno; en definitiva, en qué cicatrices les quedarán en el cuerpo para saber que han vivido.
NOTA: las opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan la opinión de idDOCENTE. Si quieres colaborar con nosotros escribiendo un artículo de opinión, escríbenos a info@iddocente.com y te daremos todos los detalles.
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Que bonito y real!
Nosotros los que hemos tenido esa infancia, por lo menos intentamos que usen poco las pantallas, salimos al campo a buscar bichos, vamos en el coche mirando el paisaje, jugamos a juegos de mesa e intentamos que disfruten de esta etapa tan bonita y tan corta.
Intentamos con todo el ánimo del mundo que no se queden plantados frente a la pantalla durante horas. Hacemos muchas actividades en familia, pero es inevitable. Da pena. Yo pasaba en bicicleta toda la tarde, todas las tardes, pero mi hijo no está tan interesado en eso a pesar de mis esfuerzos.
Me siento muy identificada con estas reflexiones. A mi se me encoge el alma cuanfo veo niños con pantallas. Les robamos la infancia
Eso es infancia, no tiene tiempo ni época es simplemente vivir, me sonroja cuando el adulto guay le pregunta al niño o niña si tiene novio , l@s niñ@s no tienen novi@s tienen smide juegos , me indigna el robo insustituible de la infancia, porque estamos creando personas sin cimientos